30 julio 2009

"Aquel chico..."


- "Aquel chico..." - respondió entre lágrimas que abrían surcos de suciedad en sus mejillas simétricas, ya secas. Habló sin pensárselo ni una vez, como quién actúa por venganza. Pura. Después, sin ni siquiera asomarse al abismo de saber las consecuencias que le acarrearía en el futuro, sentenció con su índice cruzando todo el patio hasta dar con una silueta en la lejanía. Yo. La silueta. En la lejanía.


Con esa instantánea comienza la historia real, o no, de mi nickname. Así me escondo de la cantidad de suicidios sin éxito -y con él- que han generado mis relatos. Así pongo un supuesto dueño a amores no correspondidos que rompen corazones incipientes. No soy yo, es él, es "aquel chico...".

Cuando tenía 10 años me enteré, sin querer queriendo, que no existían los reyes magos. Pero eso, ahora, no viene a cuento. A los 14 años, ya con unas cuantas frustraciones personales al hombro (como la de no saberme superhéroe -ni siquiera héroe a secas- o como la de darme cuenta que las chicas y los caramelos no son comparables) sí que podía afirmar con toda seguridad que sabía tratar a la gente. Quién dice tratar, dice maltratar; un pequeño matiz nomás.

Tuve especial predilección por las chicas. Já, las chicas. Fui como un virus nuevo: te avisan por todos los medios posibles, te explican sus efectos, desarrollan sistemas de defensa rudimentarios, incluso lo ves venir desde muy lejos; pero ni con esas -ni con otras-. Arrasé con todo lo que se me ponía por delante, era como un niño que se divierte jugando con la mente de los demás, pero sin el como. Después de meses de práctica infundada, depuré la técnica y conseguí utilizar mis skills para lograr objetivos específicos.

Ya no me andaba con tonterías, hice creer a una desprotegida que era adoptado y que mis falsos padres me habían enseñado que practicar sexo era sentarse uno al lado del otro y mirarse durante largas horas. Pisó el palito. Se ofreció voluntaria creyendo hacerme ver la "verdad" de la vida y así perdí la virginidad. A su amiga le juré que la primera había abusado de mí -ni sé de qué forma, ni me importa- y que emprendería acciones legales contra ella. Fui un descarrilado ante sus ojos y de tal modo rompió toda relación con la abusadora. Vivió un par de meses conmigo en su afán de sacar su lado más maternal. Luego, entendió.

Una tras otra, crearon un sinfín de mentiras piadosas y de juegos mentales y psicológicos y de conducta y de moral y de tantas otras cosas que no sé pronunciar. Hasta tal punto que ya no sabía si jugaba con ellas o ya jugaba contra mí mismo.

Me olvidé de todo porque me creía el rey del mundo. Suele pasar. Inventaba un mundo paralelo, lo envolvía para regalo, lo dejaba en el buzón de mi próxima víctima y casi por arte de magia, lograba todos mis propósitos -imagínense la calidad de propósitos que se puede tener con 16,17 y 18 años- cuando ella abría el florido paquete.

Qué feliz fui. Qué hijo de puta fui.


Ahora 30 de Julio de 2009 -lo admito, tengo la manía de poner la fecha- tengo 19 años bien cumplidos. Por escribir esto, llego tarde al colegio para recoger a mi hermano. Con las prisas me sobresalto al ver que algo no va bien. Una profesora -que siempre me mira al llegar- está junto a mi hermano pequeño que gimotea. Ella intenta consolarle pero, por lo visto, faltó a aquella clase cuando todavía era universitaria, es igual.

Me acerco y ya conociendo al pequeñajo, le consulto: "¿Quién fue?" -con una cara de enfado postiza-.
Él, sin pensárselo ni una vez, como quién actúa por venganza, me dijo sacando a relucir su minúsculo pero desafiante dedo índice: "Aquel chico...".

Freeze.

No sé si acabó sufriendo él las consecuencias o las acabé sufriendo yo. De hecho, he muerto tanto al ver los ojos de la silueta del supuesto agresor de mi hermano -por verme reflejado en él- que realmente me llego a plantear seriamente si aquella tarde de recreo en el colegio -no la suya sino la mía- fui yo el agresor o el pobre chivato que señala en la lejanía.

Necesito ayuda, necesito que esto se sume al historial de "Aquel chico...", no al humano detrás de él.

No lo pongan en mi cuenta personal... me arruinan la vida.

06 julio 2009

Un día más

Ha pasado mucho tiempo. Mucho tiempo desde que mi mente me pedía exhaustivamente que bailara con mis dedos sobre el escenario de plástico negro que asoma sobre mi mesa. Mucho tiempo desde que necesitaba escribir y leer lo que siento. Mucho tiempo desde que un nudo en mi pecho me forzaba a expresar sobre el papel.

Era una cálida mañana de verano, y de nuevo seguía con mi rutinario trabajo, como cada día. No podía quejarme de nada de mi presente vida. Una esposa comprensiva, una familia que me quería, una buena casa,… ¿Quizás me pudiera quejar de la pasada? Fantasmas del pasado siempre aparecen frente a tus ojos cuanto menos te lo esperas y es probable que uno con silueta femenina se hubiera cruzado anoche en mi camino.

La noche pasada, tras terminar el trabajo de cada día, como cada día recojo mis cosas y me dirijo al vagón del metro que me lleva a mi casa, como cada día. Me cruzo con cientos de personas de la aturrullada ciudad, con prisa por llegar a casa para no hacer nada, infelices por no saber cómo alcanzar la felicidad, como marionetas que se mueven con los hilos del estrés. Yo soy parte de ellos, me muevo como ellos, miro al suelo como ellos sólo por no ver mi tristeza reflejada en los vacíos ojos de un desconocido. De repente tropiezo y me siento avergonzado y enojado por haber roto la monótona armonía de almas en pena. De mi boca salen instantáneamente dos palabras, “lo siento”. Palabras que resonaron en mi cabeza mientras levantaba la vista del pavimento de celosía para terminar encontrándome con una larga melena negra como el azabache que giró rápidamente dando paso a un rostro rosado decorado con una sonrisa de luz tenue. Mi alma cayó en la profundidad de sus ojos y cuando estaba ya en el quinto infierno de Dante pude recuperar el aliento. Quien un día fue mi ángel era ahora mi verdugo. Ya había olvidado su cuerpo, ya había olvidado su roce y su aroma. ¿Por qué nuestros destinos habían vuelto a cruzarse? ¿Por qué me dolía el pecho? Su sonrisa se truncó, y mis disculpas se perdieron en el aire.