26 diciembre 2006

Mentes en Guerra. 2ª Parte

Una inesperada invitación:


El tic-tac del reloj pasaba melancólicamente por la mente de Álvaro. La lucha de miradas era incesante y los rubores de uno y de otro era el tiempo de descanso entre los combates. Las fuertes e insistentes preguntas de José se paseaban por la panadería con la esperanza de desgarrar más de una palabra de los labios de Sara.

-¿Qué tal se encuentra su padre? He oído que la semana pasada se puso gravemente enfermo.
-Bien.
-¿Es cierto que dan mañana una fiesta en la mansión?
-Sí –y ciertamente, mientras lo decía, su mirada estaba perdida en el espesor verde de los ojos de Álvaro-. Mi padre quiere celebrar su rápida recuperación.
-Entonces se debe de encontrar como una rosa en primavera –su voz se hacia débil y poco a poco se perdía en la despensa-. ¿Van muchas personas? Supongo que serán personas importantes.
-Sí –contestaba sin saber muy bien a que respondía, mientras sus ojos seguían buscado un tesoro-.

El tic-tac se hizo inaudible mientras sacaba de su bolso una extraña tarjeta dorada. Álvaro se extrañó de ese gesto, iba cargado de secretismo y complicidad. Sara siempre hacia y pedía lo mismo, rara era la vez que daba un paso en falso, en ese extraño y examinador combate entre ella y él. Con temible lujuria y premeditación dejó caer al suelo la tarjeta mientras sus ojos se insertaban en los de Álvaro.

-Bien aquí tiene sus barras de pan, tostadas como todos los días –el impasible silencio prosiguió durante unos segundos como si la voz de José se ralentizase y se hiciera casi imperceptible-.

-Muchas gracias José. Hasta luego.

Su espalda se vislumbró en la mente de Álvaro como una puerta que se cierra de golpe. La campanilla sonó en la panadería con su monótono y particular timbre. El pleonasmo de sensaciones y pensamientos inundaron el cuerpo de Álvaro y solo un pensamiento resonaba con más fuerza dentro de su cabeza. Tenía que recoger la tarjeta dorada.

-Voy a barrer –su voz lastimosa salió tímidamente de su boca como si dijera una blasfemia conscientemente-.

-No hace falta que barras. Ya has barrido esta mañana –su sorpresivo rostro reflejaba el entusiasmo de unas palabras intrascendentes. Desde que conocía a Álvaro siempre sus conversaciones habían sido escuetas, prácticamente no habían existido. Ahora como surgido de la nada se alzaba esperanzadora una frase trivial-. Aunque si notas algo sucio no dudes en coger la fregona y limpiarlo.

-Solo aquí…

Sus palabras se callaron. Le costaba hacer fluir las palabras cuando hablaba con personas, con José y su madre para ser más exactos. Era demasiado introvertido. Lo que el consideraba conversaciones habían consistido en miradas y gestos más o menos elaborados y precisos.

Se acercó con el recogedor y la escoba. Fue directamente donde la tarjeta, se olvidó de las florituras propias de una improvisación más o menos elaborada, haciendo sospechar de inmediato a José la existencia de algo inusual. Se inclinó a recoger la tarjeta con temor e inquietud, un escalofrío le recorrió la columna dorsal haciendo que temblasen sus piernas. Finalmente con la tarjeta en las manos, una sonrisa se delineó con incredulidad. Era una invitación para la fiesta que daba su padre el sábado por la tarde. Una invitación que era un regalo, el único rayo de sol de una vida ennegrecida por el aislamiento y la vida pueblerina.

José se extrañó de esa inusual felicidad y le mandó que fuera a la habitación de la admiración, como él llamaba a ese cubículo. Pocas veces había entrado Álvaro en esa habitación. Solo recordaba una vez y probablemente la única vez que entró. Fue un día de mucho ajetreo en la panadería, había una cola inmensa formada que serpenteaba hasta llegar a la calle. Prácticamente no se podía respirar. Era una lluviosa mañana de navidades y parecía que todo el pueblo se hubiese puesto de acuerdo en coger el pan y los roscones el mismo día a la misma hora. José y Álvaro trabajaban a pleno rendimiento. Por aquel entonces Álvaro era un crío de unos 13 años. No podía procesar toda la información que impertinentemente los pueblerinos prácticamente le gritaban al oído. Con las prisas, Álvaro pisó un charco de agua que se había formado con lo que caía de las prendas y se calló de bruces con una docena de pastelitos que le habían ordenado. Los pasteles se empaparon. El estrés se mascaba en los ojos del chico y José encargándose de toda la clientela lo mandó un rato a la habitación de la admiración para que se tranquilizara. La habitación estaba en una esquina de la rectangular panadería, justo a dos pasos de la puerta de la despensa.

La pequeña morada estaba plagada de flores laboriosamente cuidadas de aromas penetrantes y encantadoramente embriagadores. Álvaro nunca pudo descubrir de donde había sacado aquellas raras y hermosas flores. Prácticamente toda su infancia la pasó en el bosque y nunca había visto plantas semejantes. Colgadas del techo, puestas en el suelo, en macetas grandes, pequeñas, coloridas, de un color, fueran como fuesen y estuvieran donde estuviesen daban una increíble y armoniosa belleza. En la pared, nada más entrar, se veía un retrato de José y una hermosa mujer que estaba rodeado de flores enredadas en el marco. Álvaro no había hablado nunca con José de aquel retrato pero sabía muy bien sin entender el cómo, que aquella mujer era su esposa. Una mujer que había muerto o había desaparecido pues Álvaro nunca la vio.

José estaba vestido de rigurosa etiqueta con una pajarita. La mujer era de cabello moreno y grandes ojos marrones. En el cuadro, José estaba rejuvenecido, se le contorneaban en perfecta simetría los dientes y la piel estaba tersa y suave. José ocupaba tres quintas partes del cuadro debido a sus grandes dimensiones, pero no tenía la panza que le había salido con el paso de los años. Su pelo era negro como el azabache y no asomaba indicio alguno de las futuras canas que vendrían después.

Álvaro empezó a preocuparse por el pasar impiadoso del tiempo. Una extraña sensación le inundó el cuerpo de increíble malestar. No recordaba cuanto tiempo pudo estar allí, pero finalmente el aroma de las flores le alivió de todas sus inquietudes.

Ahora volvía a entrar en ese cuarto y sabía perfectamente con que objeto le había hecho entrar allí.

Sentía que iba a tener una conversación profunda. Una conversación como nunca había tenido, una conversación que le infundía temor. José era lo más parecido a un padre. El verde esperanzador de la habitación le provocaba la sensación de que todo iba salir bien. José no tardó mucho en entrar por la puerta. Su rostro era sosegado y apacible. Lamentablemente sus palabras resultaron no serlo tanto.

-¡Qué demonios estás haciendo! ¿Sabes en la cantidad de problemas que te puedes meter si sigues con esos juegos?

Álvaro no decía nada, la pena y culpabilidad que le inundaba el corazón, solo se reflejaba con una cabizbaja mirada.

-Nos conocemos desde hace muchos años y siempre he tenido la ilusión que te relacionases con otras personas, que tu timidez no fuera una de tus rarezas. Siempre he querido que expresases algún sentimiento humano. Sin lugar a dudas éste sea el más elevado de todos los sentimientos, pero te has equivocado de persona.-Se produjo un silencio incómodo, muy acorde con lo que había sido la relación entre José y Álvaro-. ¿Realmente quieres arriesgarte a perder lo poco que tienes?

-Sí no tengo nada, nada puedo perder.

-La vida es el bien más preciado que podemos tener, y la vida podemos perderla con mayor facilidad de la que pensamos.

Esas palabras bailaron durante algún tiempo en los oídos de Álvaro. Quizá no con la finalidad de que entendiera realmente su significado, pero desde luego no quería dejarle indiferente. Estuvieron un rato mirándose en un silencio que cortaba pensamientos. La campanilla fue un agradable intruso en la morada del silencio.

-José intentando no reflejar la tristeza en su rostro dijo las palabras que acabarían con una de las conversaciones más largas que había tenido con Álvaro- Me voy a atender a los clientes, tú verás lo que haces.

Álvaro se quedó solo en la habitación enfrentándose con sus deseos.

24 diciembre 2006

Los dedos acariciando notas


Los dedos bailaban armónicamente y presionaban sin dudar los puntos claves. La música tentaba al movimiento y las vibraciones resonaban en el corazón, estallando en un sinfín de sensaciones. Mientras los dedos jugaban a cogerse en arenas movedizas, el gozo flotaba en el aire con partituras de sentimientos. Los pies saltaban sin decoro olvidados por la visión de los presentes. Los pelos se encrespaban con notas agudas de placer y el ritmo acelerado presagiaba el clímax. El corazón bombeaba frenéticamente y el oído colapsaba el resto de los sentidos en una grave escalinata de éxtasis. Finalmente la calma reinó sin pentagramas resonantes y lentamente el piano se calló.

21 diciembre 2006

Recuerdos


Ruido estridente que atormenta las entrañas. Oscuridad tenebrosa que cristaliza los pensamientos. La noche calla y oscurece el desalentador panorama, solo las luces de la farolas alumbraban el putrefacto cuerpo. El viento golpeaba en su cara y solo el frío granizo que caía se podía comparar a su congelado corazón. Los pasos recorridos aceleraban sus latidos y sus ojos presagiaban las lágrimas. Afligidos pensamientos le rondaban la cabeza y los sentimientos de tristeza se apilaban en su pecho. La luna avivaba con cruel desmesura sus recuerdos y cuando el lento transcurrir del tiempo atormentaba su corazón, dos perennes lágrimas corrieron por sus mejillas.

El sentimiento surgía impune una y otra vez en su cabeza y corrompía todo surgimiento de falsa esperanza. La vida eran cadenas y sus latidos terribles látigos que le fustigaban en lo más profundo de su ser. ¿Qué podía esperar de la existencia si cualquier atisbo de felicidad había desaparecido quizá para siempre?

El camino serpenteante proseguía, pero al final ese brutal e incesante sentimiento acabó venciéndolo. Dio media vuelta y empezó a correr. El viento implacable continuaba golpeándole, pero nada le detendría. Finalmente divisó en la lejanía una figura, la figura que atormentaba sin remedio aparente su congelado corazón.

Definitivamente se encontraron y los dos se miraron a los ojos. El beso no se hizo de rogar y pronto sus cuerpos se fusionaron en un apasionado abrazo. Sin quererlo ella le sugirió al oído la indecente sugerencia. Sin dar tiempo a la meditación, él afirmo con la cabeza y los dos corrieron prestos a buscar la deseada cama.

Sus cuerpos se frotaban y estimulaban con ardientes caricias e impetuosos besos. Sus compasivos labios bailaban al unísono y sus manos se adentraban en zonas vedadas. El latir de sus corazones se acrecentaba por momentos y la piel desnuda entreveía las placenteras sensaciones. El glande recorría con desmesura las piernas de la chica para colmar su apetito y en un afortunado empujón, la totalidad del falo entro en su interior. Un furtivo e intenso suspiro salió del interior de ella. La salvaje penetración había henchido las cavidades de su vagina y la acomodación estaba en proceso. La impaciencia se acrecentaba por momentos y muy lentamente el movimiento de la cópula empezó a hacer su aparición. La fricción les daba tal placer, que el calor de los dos cuerpos se hizo insoportable. Sus respiraciones eran ahogadas y profundas, el ritmo aumento incesantemente y finalmente el frenético orgasmo empezaba a hacer su aparición.

Sus ojos se miraron presagiando lo inevitable. Las piernas de ella se cruzaron detrás de su espalda y con una fuerza inusitada empujó con frenesí el falo hasta lo más profundo de su ser. En una queja sin sonido descargó toda su probidad en aquel querido y a la vez odiado cuerpo. Cuando recobraron su integridad, ninguno de los dos daba crédito a lo que había sucedido. El deseo se había colmado y tan solo el deambular de sus destinos sabía cuando llegaría el próximo momento. Mientras tanto, los dos sabían que sus lujuriosos y pecaminosos recuerdos harían la espera insoportable.

18 diciembre 2006

Mentes en Guerra. 1ª Parte

La pérdida:


Los días transcurrían lentamente y apenas sentía placer en la monotonía de su vida. Diecinueve años eran una eternidad para un hombre como él. No encontraba sentido a su existencia y la realidad no dejaba de decepcionarle. La única persona que tenía en la vida se le había marchado. La tierra se tragaba el cuerpo de su madre y él era el único en darle sepultura. Extrañamente no sentía demasiada aflicción por la pérdida. Se encontraba amargamente solo, no tenía ningún familiar cercano y su padre era un completo desconocido, pero aún así, no soltó ninguna lágrima.

De regreso a su casa se preguntaba el camino que tomaría su vida. Solo le quedaba un deshonroso trabajo en la panadería del pueblo y la casa de su difunta madre. Siempre había sido un hombre solitario y el descontento con su existencia le marcaba su pauta de vida.

Se preguntó si podría escapar de ese pueblo de mala muerte y marchar a la gran ciudad. Pronto recapacitó, si vivir autárquicamente en un pueblo era difícil, en la ciudad era imposible. La repetición de esas palabras le recordaba el motivo por el cual su madre había huido de la gran ciudad.

Cuando atravesaba el pueblo, las miradas de los habitantes se le clavaron en el alma, haciendo fútil su robusto caparazón. Se sentía indefenso ahora que se encontraba solo. Ellos siempre habían intentado no pasar por el pueblo, pero cuando era inevitable, su madre le daba fuerzas para afrontar con indiferencia aquellas amenazadoras y perniciosas miradas. Solo unos ojos reflejaban la bondad de un corazón. Esa mirada resplandecía en la oscuridad y le daba fuerzas para continuar el tortuoso camino.

Su nombre era Sara. La cálida luz que proyectaba, atraía con locura a todos los chicos del pueblo. Pero ella solo se fijaba en una persona, la más odiada y extraña de todo el pueblo. Cuando le vio pasar apresuradamente por el pueblo, la comisura de sus labios se entreabrió dejando escapar un suspiro. Él sin percatarse de sus sentimientos, pasó rápidamente por su lado lanzando una tímida mirada de adulación y respeto.

Por fin llego a su casa, la casa que le había visto crecer desde su más tierna infancia. Una casa cochambrosa, repleta de frío, quietud y silencio. Las paredes desnudas mantenían a la humedad como compañera, el techo mostraba alguna estrella por la noche y solo la luna iluminaba el inmenso descampado en el que se situaba la casa. El viento llamaba a la puerta de vez en cuando y las ventanas invitaban al frío helador del invierno. Nada le mantenía apegado a esa casa y sin embargo su vida dependía de ella.

Se metió en la cama como todas las noches y sin darse cuenta, dio las buenas noches a su madre como había hecho siempre. Una amarga pena se apoderó de su cama y las ásperas sábanas solo le causaban un insoportable ahogo. Empezó a llorar incontroladamente y en un interminable sollozo se quedó dormido.

A la mañana siguiente el sol le despertó con un guiño cegador. Las pestañas pegadas hicieron más gravoso el despertar. Incontroladamente sus ojos buscaron a su madre como todas las mañanas. El deshecho camastro solo podía mostrar frío y vacío. Nada había cambiado desde que la sacó muerta de la cama. Era un doloroso recuerdo de una pérdida y apenas podía tocar aquellas sábanas poseedoras todavía de su olor. La pena volvió a anegarle el corazón.

Se asomó con asombrosa parsimonia por la ventana y observó que serían las nueve y media. Sin nada que llevarse a la boca, salió de la casa con la firme disposición de trabajar en la panadería como todos los días.

El camino al pueblo se hizo lento, pero el boscaje le atolondró como nunca antes lo había hecho. Los rayos solares golpeaban en las débiles y escasas hojas que había dejado el invierno, dando un aspecto esquelético a los tristes árboles del pueblo. El camino serpenteante solo mostraba la quietud y el silencio de una vida en apariencia muerta.

En la intersección del camino se detuvo durante un tiempo. Un impulso a descubrir lo desconocido emergió por su mente. La desalentadora bifurcación siempre le había atraído, pero las malas lenguas y las leyendas del pueblo no aconsejaban adentrarse en él. Pocos conocían su existencia y los que la conocían nunca se habían atrevido a proseguir su hazaña. El hombre que llegó más lejos dijo que el camino era inhóspito y gris. Al vivir él y su madre en la más profunda indiferencia y soledad, nunca habían sabido con seguridad las leyendas y los miedos que se apoderaban de aquellas pobres gentes pueblerinas. Pero el respeto por aquel camino dominaba sus corazones y se hacía más fuerte que el impulso por descubrirlo. Finalmente prosiguió su andanza hacia el pueblo, ya era tarde y la panadería tenía que abrir.

La sorpresa de la gente fue evidente cuando le vieron trabajar sin el menor asomo de pena. Era el mismo joven introvertido y extraño de siempre. Solo una persona entró en la panadería sin extrañarse de la disposición de aquel. La radiante Sara entró como todos los días. El suave y dulce tintineo de las campanillas al abrirse la puerta era la señal inequívoca de la aparición de un serafín.

Él notó su sutil caminar desde el mostrador. Una figura apoteósica se vislumbraba por los cristales del establecimiento y empezó a entrever el particular sonido de las campanillas al abrirse la puerta. La esbelta mano fue la primera en dejarse ver. Después la pierna le hizo sombra, aquella suave y tersa pierna. La campanilla sonó grácil y dulcemente. Con sinuosas curvas el aclamado cuerpo hizo su aparición y un silencio fue el presagio de su oculta admiración hacia ella. Se puso en la cola de la panadería y solo alguna furtiva mirada daba los buenos días al joven.
Pesadamente pasaban los turnos y se acercaba ella. La tensión iba en aumento y cuando le tocó su turno, el bonachón del panadero le atendió desgarrando la alegría de los dos jóvenes. José el panadero era una buena persona y todos en el pueblo le respetaban y en cierto modo le querían. El único error que cometió aquel pobre hombre fue el dar trabajo a una extravagante criatura llegada de la ciudad. Esa falta tan grave no se la perdonaron nunca los pueblerinos, pero al ser la única panadería del pueblo, la gente seguía comprando aquel apegado pan con resignación. El panadero lo sabía, pero no podía abandonar a su suerte aquella familia llegada de la salvaje ciudad. Sintió gran pena por el chico cuando conoció la muerte de la madre. Nunca había sentido gran aprecio por ella. Era una mujer muy reservada y nunca entablaba una conversación por más de dos minutos. Pero el niño siempre fue aquel adorado hijo que nunca tuvo, aún con todas las rarezas que le caracterizaban siempre le trató con consideración y cariño. Le había enseñado el oficio de la misma forma que le enseñó su padre.

José era sin lugar a dudas una de las personas que más conocían a aquella extraña familia a pesar de que el contacto con el hijo se podía catalogar de tímido y precario. Sara sabía la relación del panadero con el joven, pero no entendía muy bien aquella obsesión por tener separado a Álvaro de su lado. El chaval por su parte hizo amago de reprochárselo a José, pero recapacitó y volvió a atender a la clientela. José conocía los sentimientos recíprocos que afloraban en ellos y ya había hablado varias veces con Álvaro sobre la imposibilidad de aquella relación. Sara era la hija del alcalde y la más deseada por los hombres del pueblo. Él era solo un extraño venido de la ciudad.

Con resignación Sara pidió la reserva de siempre, cinco barras de la mejor masa y ligeramente tostadas. Todos los días compraba el mismo pan y las mejores barras se las reservaban a ella. Era la única compra que hacía, pues las demás necesidades eran satisfechas por los criados. José entró en el horno a por las barras, mientras ella se quedó de pie, inmutable ante la tímida y delatadora mirada de Álvaro.

13 diciembre 2006

Estar enamorado...



Os dejo un poema sobre el amor... (ya me conocéis, a mí me van estas kosas...)
Ya que la verdad es que la primera vez que lo leí me encantó y lo quiero compartir con vosotros,
PORQUE OS KIEROOOO!!!!


Estar enamorado es...
Estar enamorado, es encontrar el nombre justo de la vida.
Es dar al fin con la palabra que para hacer frente a la muerte se precisa.
Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel en que el alma está cautiva.
Es levantarse de la tierra con una fuerza que reclama desde arriba.
Es respirar el ancho viento que por encima de la carne se respira.
Es contemplar desde la cumbre de la persona la razón de las heridas.
Es advertir en unos ojos una mirada verdadera que nos mira.
Es escuchar en una boca la propia voz profundamente repetida.
Es sorprender en unas manos ese calor de la perfecta compañía.
Es sospechar que, para siempre, la soledad de nuestra sombra está vencida.
Estar enamorado, es descubrir dónde se juntan cuerpo y alma.
Es percibir en el desierto la cristalina voz del río que nos llama.
Es ver el mar desde la torre donde ha quedado prisionera nuestra infancia.
Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de cigüeñas y campanas.
Es ocupar un territorio donde conviven los perfumes y las armas.
Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo recibirla de su espada.
Es confundir el sentimiento con una hoguera que del pecho se levanta.
Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo ser esclavo de la llama.
Es entender la pensativa conversación del corazón y la distancia.
Es encontrar el derrotero que lleva al reino de la música sin tasa.
Estar enamorado, es adueñarse de las noches y de los días.
Es olvidar entre los dedos emocionados la cabeza distraída.
Es ir leyendo lo que escriben en el espacio las primeras golondrinas.
Es ver la estrella de la tarde por la ventana de una casa campesina.
Es contemplar el tren que pasa por la montaña con las luces encendidas.
Es comprender perfectamente que no hay fronteras entre el sueño y la vigilia.
Es ignorar en qué consiste la diferencia entre pena y alegría.
Es escuchar a medianoche la vagabunda confesión de la llovizna.
Es divisar en las tinieblas del corazón una pequeña lucecita.
Estar enamorado, es padecer espacio y tiempo con dulzura.
Es despertarse en la mañana con el secreto de las flores y las frutas.
Es liberarse de sí mismo y estar unido con las otras criaturas.
Es no saber si son ajenas o si son propias las lejanas amarguras.
Es remontar hasta la fuente las aguas turbias del torrente de la angustia.
Es compartir la luz del mundo y al mismo tiempo es compartir la noche obscura.
Es asombrarse y alegrarse de que la luna todavía sea luna.
Es comprobar en cuerpo y alma que la tarea de ser hombre es menos dura.
Es empezar a decir siempre y en adelante no volver a decir nunca.
Y es además, estar seguro de tener las manos puras.

12 diciembre 2006

Una Rosa


Insignificante Rosa comparada con una diosa, insignificante el calor del sol comparado con un rayo de tu corazón. Las palabras difícilmente podrían expresar todo lo que por ti siento; me estalla el corazón cuando te veo, puede ser un tópico, pero no es falsedad, es simplemente la desnuda verdad. ¡Un regalo! Un insulto parece a tu lado. Que podría regalarte, si tú al día me regalas mil y una palabras, mil y una miradas, mil y una sonrisas, mil y muchas de tus maravillas. Que insignificante regalo, mi corazón no puedo dártelo, pues con el vivo, con el siento y con el te amo. ¡Un regalo! Esta insignificante Rosa no se marchitará a tu lado, por que el compás del tiempo lo tienes en tu mano. ¡Un regalo! Que tristeza más grande cuando no estás a mi lado. Esta insignificante Rosa ahora la más alegre de todas, contigo no podrá estar triste, no sufrirá ni padecerá ningún mal, pues con tu sola presencia todos los males le alivianarás. ¡Un regalo! La Rosa más humilde que podías encontrar, te la has quedado. ¡Un regalo! Mi vida a tu lado, para mí, eso si que es un regalo.